Puede parecer un poco agresivo el título, pero la gilipollez que demostramos en ocasiones, bien ganado se lo tiene.
Recuerdo en mis tiempos de tontear con las chicas y, mal como se podía – lo que había por mi parte no era mejor que lo que hay 😉 – ligar con ellas, que el punto diferenciador era conseguir que te diera su número de teléfono. Si conseguías eso, tenías ya mucho terreno andado. Habías pasado la barrera de la indiferencia para entrar en su universo privado.
No se cómo va la cosa hoy en día porque hace años ya que estoy «fuera del mercado» y afortunadamente -o no- mi hijo todavía se remueve en esa complicada edad del pavo, que tan fuera de nuestras casillas nos saca a su madre y a mi. Los padres de treceañeros y treceañeras me comprenderán perfectamente. Decía que no se cómo va la cosa hoy en día, pero en principio se adivinan tres posibles líneas de ataque: conseguir el teléfono fijo de la chica, conseguir su móvil, o conseguir su email. Con tres opciones, la cosa pinta más fácil que sólo con una.
Pero mira por dónde, la gente sigue siendo reacia a facilitar alguno de esos tres datos sin que previamente no haya algún tipo de relación previa. Relación de amistad, comercial, afectiva o ya en nivel 3, con derecho a roce.
O sea, un tipo va por la calle, se cruza con una señorita que le resulta atractiva y le suelta «oiga, me parece usted muy guapa, ¿me podría dar su número de teléfono?«. En el mejor de los casos, si la señorita es educada, le ignorará y seguirá su camino, mirando por el rabillo del ojo que el loco ese no la siga. Algo menos educada añadiría previamente el calificativo «imbécil» a la escena.
¿Es reacción lógica no?. Pues si y no. Porque resulta que en la era 2.0 o 3.0, que ya desconozco en cual ubicarme, si el tipo se llama Facebook, o WhatsApp o Google Plus, por citar algunos de los más omnipresentes, la señorita no sólo le facilitará su número de teléfono, sino que añadirá su dirección, su edad, su profesión, su nivel de estudios, los datos de sus amigos y de los amigos de sus amigos y -con perdón- hasta su talla de sujetador si el tipo así se lo pide.
Pero es que lo absurdos que somos aún va más allá, porque esos datos los facilitamos sin siquiera preocuparnos en enterarnos si nos los han pedido. ¡Es como si en mis tiempos las chicas llevasen colgado un cartel con su número de teléfono!.
O sea, no le doy el número de mi móvil ni a mi madre; ahora, me lo pide Facebook y le digo hasta a qué hora puede llamarme.
Regresando a la escena, al tipo ese loco de la calle le gustaría conocer el número del móvil de la señorita para, lo más probable, invitarla a tomar algo, a comer, a cenar… con la intención de hacerle pasar un rato agradable y distendido que facilitase la aparición de un afecto que pudiera desembocar en amor. Pero es que a Facebook, WhatsApp y todos los demás tipos versión 2.0 ni siquiera sabemos con qué intención quieren tener nuestro número de móvil. Si, lo intuimos, pero no lo sabemos con certeza. Y desde luego, para invitarnos a tomar algo, a comer, o a cenar, segurísimo que no.
Entonces, ¿a qué jugamos cuando hablamos de privacidad?.
Otra muestra de lo absurdo la tenemos muy reciente: estos días Facebook realizó una encuesta entre sus usuarios a fin de «solicitar» su aceptación a las nuevas políticas de privacidad que piensa imponer. Entre otras cosas, esas políticas permitirán a la red social de la F compartir todos nuestros datos con sus empresas asociadas (por ejemplo, la recientemente adquirida Instagram) y también proponen estas políticas el suprimir la consulta a usuarios para llevar a cabo cambios futuros.
Pues bien, menos del 0,6 % de los usuarios respondimos a la encuesta. De ellos, el 88% nos postulamos en contra de esas políticas. Pero repito,
menos del 0,6% han respondido a algo que afecta a la protección de sus datos.
Facebook pedía la participación de, al menos, el 30% de los usuarios. Pues estarán brindando con champán -o lo que beban allí- para celebrar nuestro sentido de la responsabilidad y privacidad 2.0.
Y así nos va a la especie humana. Nos derriten los bits más que las buenas intenciones del prójimo.
Humanos.